Ya he hablado aquí en alguna ocasión del gasto público, a propósito de la epidemia de austeridad que nos asola. Está fuera de lugar proponer medidas de incremento del mismo, si no fuera porque es justo lo que hay que hacer. Ayer lo volvió a recordar el premio Nobel Joseph Stiglitz: hacen falta sólidos programas de gasto público que apunten a facilitar la reestructuración, promover el ahorro energético y reducir la desigualdad.
Nuestras sociedades occidentales, que han dominado el mundo en los dos últimos siglos, se están quedando fuera de juego en la redistribución de la riqueza a nivel mundial: países con recursos naturales abundantes, sea petróleo o materias primas, están aprovechando la coyuntura para postularse como nuevos líderes emergentes. Su abundante población es cierto que está todavía muy lejos de alcanzar nuestros niveles de bienestar, pero esa era la situación en Europa en el siglo XVIII en el momento de la primera revolución industrial. Hoy día, los sectores industriales tradicionales están expulsando a la mano de obra, y es imprescindible una transición hacia nuevos modelos de producción. Esta transición no será posible, o lo será muy lentamente, mientras el Estado, que es un actor imprescindible en la economía, mantenga su política de recorte. La debilidad de la demanda agregada se ha disimulado durante años con la burbuja del dinero fácil, aplazando la necesidad de la reestructuración. Pero ahora que ya no podemos dejar pasar más tiempo, ahora que los ahorros se han terminado, no podemos ir hacia atrás, y mientras el sector privado se encuentre paralizado, sólo un gobierno con una política activa de gasto puede poner el motor en marcha. Es imprescindible mantener el gasto en sanidad y educación, generar nuevos programas de inversión en infraestructuras y en desarrollo energético, en definitiva hay que gastar más, no menos. En los años de mayor volumen de inversión pública en España, fueron los únicos en que nuestro país tuvo superávit. Creo que es fácil sacar conclusiones.
Pero ahora, nuestro país no puede actuar de forma autónoma, sino que depende de la política coordinada de la Unión Europea, cuya agenda está marcada por Alemania. Pero incluso la tradicional locomotora teutona tiene dificultades para crecer, y necesita miles de ingenieros extranjeros para mantenerse en funcionamiento. ¿Qué nos dice esto?
Los países que tradicionalmente han despreciado la inversión en I + D (y no me gusta señalar) ven ahora que la ingente inversión en educación va a ser rentabilizada por los que sí han apostado por la innovación. Es falso que el trabajador español esté menos formado y sea más vago que el alemán; más bien lo que ha sucedido es la incapacidad de los dirigentes (políticos, empresariales, sociales) de liderar un proyecto de crecimiento. Nuestros ingenieros, médicos, abogados, incluso nuestros técnicos de nivel medio o inferior, son muy valorados fuera, y no nos podemos permitir el lujo de despreciarles. Hace falta cambiar esa cultura, y debe apoyarse en dos elementos primordiales: Competencia y Cooperación.
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