A menudo se plantea el debate entre los defensores de la intervención del gobierno en la economía y sus detractores, apareciendo ambas opciones como alternativas ideológicas e incluso filosóficas. Los partidarios de la llamada escuela austriaca, que en Europa se suelen llamar liberales, se oponen a las teorías keynesianas, asociadas a la socialdemocracia. Es preciso matizar que el significado de liberal es muy distinto en EEUU, casi diría que opuesto, pues allá es casi un sinónimo de socialista.
Como siempre, la ideologización ensucia la discusión y deja sin analizar lo principal, que son los hechos. En primer lugar, se suele argumentar que la intervención del gobierno es mala per se, en cualquier forma y circunstancia, y que la iniciativa privada siempre es más eficiente. Incluso los más acérrimos defensores de esta idea aceptan que hay actividades que no ofrecen atractivo económico a la iniciativa privada, y que en esos casos, pero sólo en esos, debe intervenir el gobierno. Este razonamiento, que puede ser válido si hablamos del ejército, la construcción de determinadas carreteras o la asistencia sanitaria mínima, choca con el silencio de estos mismos sectores cuando se rescatan bancos o se reclaman posiciones de poder autonómico en cajas de ahorro. La realidad, sin embargo, ha mostrado que en muchos casos el sector privado gestiona peor los servicios públicos, como sin duda se demostró tras las privatizaciones del transporte ferroviario en Gran Bretaña, por ejemplo. De otros sectores podríamos decir algo similar (educación, sanidad), y trataré de ocuparme en otros posts.
En segundo lugar, se insiste en que los modelos keynesianos se basan en el intervencionismo desaforado del Estado, que cercena la iniciativa privada y el espíritu emprendedor. De nuevo se trata de un error intencionado. La teoría keynesiana no establece un modelo de conducta económica de corte estalinista, como nos quieren hacer ver, y no niega que el sector privado es el principal motor de la economía. Lo que Keynes y sus seguidores quieren hacer ver es que cuando la demanda es insuficiente, por la debilidad del consumo, la inversión y el sector exterior, únicamente la acción del gobierno mediante políticas expansivas es capaz de poner en marcha de nuevo el mecanismo. Ojo, no digo que haya que gastar por gastar. La intervención del gobierno incide sobre el gasto (lo que equivale a impulsar el consumo), pero también sobre la inversión, factor absolutamente necesario para el crecimiento. El habitual reproche neoliberal de que ello lleva a un nivel de deuda insoportable y al estallido de los tipos de interés y los precios se ve una vez más rebatido por los hechos: el extraordinario incremento de la masa monetaria en los dos últimos años no parece haber tenido esos efectos.
Por último, se identifica keynesianismo con socialdemocracia, y en concreto con las políticas de redistribución de la riqueza. Una vez más, esto es falso. No podemos afirmar que impulsar el gasto público elimine o mitigue las desigualdades, sólo que la economía en su conjunto crecerá. Las políticas de redistribución, que son uno de los ejes de la socialdemocracia, me temo que sólo son efectivas en períodos de alto crecimiento.
Desgraciadamente, aunque los hechos están ahí, ello no parece importar a los defensores del discurso neoliberal. Ni siquiera han aceptado que la desregulación ha sido la principal causante de la crisis financiera mundial, por lo que pocas esperanzas hay de que dejen de obstaculizar las principales vías de solución a la misma. No obstante, al final se impondrán las medidas que venimos defendiendo, sencillamente porque no hay otra opción, y lo único que tendremos que lamentar es la tardanza innecesaria y, en muchos casos, cruel.
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